El sentimiento de ofensa se alza como justificación para cancelar actos, publicaciones o perfiles públicos, pero el fenómeno no es del todo nuevo: filósofos como MacIntyre ya analizaron la situación hace cuarenta años.
La activista iraquí Nadia Murad ganó el Premio Nobel de la Paz en 2018 por su lucha contra la trata de personas. En su libro Yo seré la última relata el infierno que padeció con 21 años, cuando fue convertida en una esclava sexual por el autodenominado Estado Islámico. Y, aun así, el consejo escolar de Toronto decidió en noviembre retirar su apoyo a un club de lectura para chicas adolescentes que tendrá lugar en febrero y que contará con la participación de Murad. ¿El motivo? Que podía resultar “ofensivo” para los estudiantes musulmanes.
No hace falta escarbar mucho para encontrar más ejemplos de esta tendencia: desde la cantante Katy Perry pidiendo perdón públicamente por haber llevado trenzas africanas en un videoclip hasta la Universidad de Ottawa cancelando una clase gratuita de yoga por “apropiación cultural”. Son ejemplos de la “tiranía de la ofensa” -como lo llama Caroline Fourest en su libro Generación ofendida-, declinaciones de un fenómeno que preocupa a diversos filósofos y analistas: la elevación del sentimiento como única vara moral de medir.
Entre los pensadores que han trabajado reflexionando sobre el caldo de cultivo que lleva a esta conclusión, destaca el escocés Alasdair MacIntyre. En su obra After Virtue -publicada en 1981- reflexiona sobre el emotivismo, la doctrina según la cual “todos los juicios morales no son más que expresiones de preferencias, actitudes o sentimientos”.
Para MacIntyre, el emotivismo reinante nace en un contexto de desorden moral que se viene desarrollando desde la Ilustración, en el que los pensadores recogen pedazos de teorías y conceptos previos, y trabajan con ellos aún habiendo cercenado su significado original.
Este origen, añade, se remonta a la ética de Aristóteles y a su teleología, la idea de que todo -el hombre, el Universo- tiene una finalidad concreta y objetiva. Eliminar de la ecuación la concepción de un bien común objetivo y cognoscible lleva, según el filosofo escocés, a que el debate ético -y el político- se convierta en una guerra civil, un conflicto ruidoso y sin resolución posible en el que las partes solo buscan imponer su punto de vista.
Con cuarenta años a sus espaldas, la obra de MacIntyre sigue resonando hoy en día, y se complementa con análisis contemporáneos, como la citada Fourest o el clarividente ensayo Compasión, del profesor Alejandro Rodríguez de la Peña, quien señala que el mundo actual se encuentra sumido “en una banalización del bien y en una hipertrofia de la víctima”.