Dragon Ball, Astérix y las obras del Dr. Seuss comparten el dudoso honor de haber sido canceladas recientemente: ¿por qué a la cultura woke le obsesionan las historias dirigidas a los más jóvenes?
En septiembre, los responsables de emitir la serie Dragon Ball Super en Argentina decidieron cancelar su emisión. El Ministerio de las Mujeres, Políticas de Género y Diversidad Sexual de la provincia de Buenos Aires presentó una queja sobre un capítulo por contener “una situación de abuso sexual”. La escena en cuestión muestra a uno de los personajes, el maestro Roshi, manifestando frente a una adolescente que no puede evitar sus “pensamientos pervertidos”.
Pocos días después, una comisión escolar que gestiona 30 centros educativos en Ontario, Canadá, quemó más de 4.700 libros infantiles, entre los que se encontraban tebeos de Tintín, Astérix o Lucky Luke. La destrucción de las obras se realizó en el marco de una “ceremonia de reconciliación” para acabar con los estereotipos negativos hacia la población nativa del país. Sus cenizas fueron usadas como abono para plantar un árbol.
El supuesto racismo fue también el motivo por el que la compañía encargada de preservar el legado del escritor Theodor Seuss -más conocido como Dr. Seuss– decidió en marzo retirar de las librerías seis de sus obras infantiles por “retratar a personas de una manera dañina y equivocada”. Del anime japonés al tebeo francobelga, estos son tres ejemplos recientes de cómo la llamada “cultura de la cancelación” se ha cebado en obras dirigidas a los más pequeños.
La doctora en Psicología Pamela Rutledge señala en un artículo sobre la cuestión que con la cancelación pública de alguien por palabras o acciones que uno encuentra ofensivas o que tiene una opinión distinta “estamos enseñando a los niños que está bien atacar a aquellos con los que no estamos de acuerdo, a los que encontramos irritantes o que no nos gustan”.
Otro punto de vista lo ofrece el manifiesto del 23º Congreso Católicos y Vida Pública, en el que se abordó la corrección política en diversos ámbitos. “La cancelación de grandes autores clásicos -apuntan los firmantes- constituye una aberración de efectos incalculables sobre la formación de las nuevas generaciones”. Sobre la posición con respecto a “las sombras o errores” de personajes históricos, el manifiesto defiende que “preferimos perdonar a condenar, preferimos aprender de dichos errores sin incurrir en absurdos anacronismos”.
Yendo un paso más allá en la relación entre cosas de niños y cultura de la cancelación, diversos autores han reflexionado acerca de cómo este fenómeno infravalora la capacidad crítica de los ciudadanos; infantilizándolos. Entre estas voces se cuenta la del autor y escritor Stephen Fry, quien critica el “profundo infantilismo” que subyace en prácticas como los “espacios seguros”, el evitar palabras por herir sensibilidades o quitar espacio a discursos controvertidos. “La gente quiere que le digan -o quiere decir- qué está bien y qué está mal, y todo aquello que se salga de la línea, no puede llegar a nacer”, apuntaba en una entrevista con el presentador Dave Rubin.
Jakub Ferencik, autor de Up in the Air: Christianity, Atheism & the Global Problems of the 21st Century, ahonda en la cuestión, y plantea que cancelar o suprimir discursos del debate público “se basa en la idea de que si los ciudadanos son expuestos a ideas «peligrosas» -como decir «joder» en los 70, decir que la homosexualidad es un pecado o permitir que Ben Shapiro entre en tu campus-, estos adoptarán inevitablemente la ideología expresada”. Ferencik concluye que este prejuicio, de hecho, choca de frente con la realidad.